lunes, 18 de mayo de 2009

DOS PANES


Autor: Adolfo Ruiz Zanabria (Lima, 2003)

Concentrado como estaba, Mariano no advirtió que su patrón le llamaba por enésima vez ordenándole comprar pan. ¿Pan?. Tan solo escuchar el nombre de ese bendito alimento, le recordó que esa mañana no había desayunado y el hambre, fiel compañero de su dificultosa vida, desde la noche anterior se había cobijado en su pequeño estómago y pedía a gritos ser desalojado de allí.

¡ Cómprame cinco panes…!

La voz de Pedro, un grasiento y alcoholizado viejo que fungía de patrón y criador del pequeño Mariano, gruñó en la lóbrega habitación.


Dejando de limpiar el gallinero y sin lavarse siquiera la mano, Mariano recibió la fría moneda que su patrón casi le aventaba y apresuró sus descalzos pasos calle abajo, hacia la esquina donde quedaba la panadería del "chino" Tomás.

A medida que avanzaba, una luz de esperanza empezaba a brillar en los tiernos ojos de Marianito. Por fin, se decía, por fin tendría algo que comer, pues no en vano Pedro, en una actitud inusual en él, le había mandado a comprar panes. Y apelando a su infantil lógica, empezó a esbozar cuentas: cincuenta céntimos alcanzaba para cinco panes, dos probablemente serían para él y Pedro se quedaría con tres. Después solo era cuestión de hacer hervir agua y meterle algo de café. Y aunque ya casi era mediodía, y el hambre angustiaba su doblegado estómago, de nada importaba la hora con tal de dar fin a su obligado ayuno.


Dedujo que en el fondo el viejo era bueno si se le quitaba todo lo malo que había en él. Trajo a su memoria las palizas que éste le propinaba, pero se consoló pensando que lo hacía solo cuando estaba de mal humor, aunque para su mala suerte casi siempre estaba malgeniado. Pero eso ya nada importaba. Después de todo, lo hacia –conforme Pedro se lo repetía luego de cada zurra- para que “mañana mas tarde seas un hombre hecho y derecho y no un borracho como yo…”. Iba a comprar cinco panes y estaba seguro que el viejo iba a ser obsequioso con él dándole dos panes. Y por dos panes estaba dispuesto no solo a perdonar sus agravios, sino a ser un hombre hecho y derecho.

No había nada que hacer: Pedro era bueno y había que estarle agradecido. Era finalmente como un padre para él. Nadie se hubiera ocupado de él a la muerte de su madre, ni siquiera su propio padre a quién no conocía. A veces se le antojaba pensar que en vida su madre se acostaba con Pedro, por eso el viejo solía recordarla con un suspirante "vieja puta" cada vez que se emborrachaba y acabó prometiéndose asimismo, que por merecer esos dos panes, haría un esfuerzo para querer y respetar al viejo.

Ya en la panadería, el hambre se le agudizó más aún a Mariano cuando se vio rodeado de cientos, millares de panes que dorados y crocantes se exhibían en los vidriados mostradores, amén de su exquisito aroma que penetraba hasta su espinazo. Tuvo que empinarse sobre sus pies para poner la plateada y minúscula moneda en la mano del “chino” Tomás a la vez que con la otra mano recibía una bolsa de papel con los deseados panes.

De retorno, abrió la bolsa para verificar los panes: uno, dos, tres…cinco…¡Cinco panes!. Y se deleitó viéndolos tan dorados, tan crocantes que por un momento se le antojó agarrar uno y comérselo, pues el hambre arreciaba mas aún cuando la ansiada hogaza estaba entre sus manos. Recordó, sin embargo, a Pedro y lo furioso que se pondría si no le llevaba la totalidad de panes y se regocijó pensando que una vez cumplida su comisión, su patrón le daría un par de ellos y con un poco de suerte hasta tres.

Raudo llegó a casa y con la inusual alegría dibujada en aquel su rostro infantil le alcanzó la bolsa de panes a Pedro. El seboso vejete se aseguró la conformidad de la compra y emitiendo un tosco gruñido llamó a "tarzán" repetidamente. Entonces un enorme perro negro, chusco y pulguiento se desperezó en un rincón del cuartucho y moviendo la cola se acercó a su amo. Pedro empezó a partir los panes y tirarlos ávidamente uno a uno hacia el perro procurando que el animal agarre los trozos en el aire. Mariano, desde la puerta, observaba sin creerlo.

Limpias lágrimas resbalaron por las mejillas de Marianito. Y por primera vez en sus corta existencia el pobre muchacho lloró con todo el sentimiento que su inocente corazón se lo permitía. Lloró con ganas como para desfogar de una sola vez todos los años de sufrimiento vividos al lado de su alcoholizado patrón. Lloró en silencio como para demostrarle al mísero vejete que a despecho de su corta edad podía ser tan hombre como para soportar los vejámenes más humillantes. Lloró tanto como pudo. Acaso porque a sus escasos ocho años, supo por primera vez que la verdadera vida de perro la llevaba él…

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